
Hola a todos.
Puesto que todas la variantes posibles de vuestras motos son modelos naked, he pensado que este reportaje que publiqué al borde de la primavera pasada os puede servir de orientación a la hora de hacer una travesía rápida por buena parte de la Península o llegar fuera de España en una tirada. No se trata de ninguna demostración de resistencia, ni de ninguna pequeña proeza, se trata de mostrar cómo cualquiera de vosotros puede hacer un viaje similar con su moto ayudado de unos simples recursos que harán esa travesía más llevadera.
En este caso, la moto elegida guarda muchas menos aptitudes viajeras que las vuestras, bastante más exigente tanto con la postura como con las suspensiones.
Bien. He recortado toda la introducción. Os dejo con Novecento.
Novecento
Sí, la moto sería una naked.
Escogí para ello una marca emblemática, de rancio abolengo, con un modelo ligero y de cilindrada media, en definitiva, la antítesis de una tragamillas, que me serviría para demostrar que toda moto, por sí misma, nos puede deleitar con la magia de la aventura que envuelve un viaje largo sobre dos ruedas.
Con los cincuenta y seis años a la vuelta de la esquina, no parece la edad más adecuada para atacar una travesía de la Península con novecientos kilómetros de ida y vuelta en menos de doce horas. Atrás quedó aquel París-Toledo en 16 horas con una mítica BMW R 65 LS, después de hacer el día anterior casi mil km desde Assen, recorriendo los diques de los Países Bajos y tras descansar en una tienda de campaña: Aquello fue en 1.989, y sobre todo se trataba de un viaje expedicionario a la vuelta de La Catedral, una aventura de largo recorrido, planeada durante casi un año (sólo los cambios de moneda ya me llevaron su dedicación), en otro tiempo, otra edad más impresionable.
Más recientemente, en 2.009, recorrí también en un tiempo récord la última etapa, Nantes-Madrid, del viaje de vuelta de la Isla de Man. Sí, fueron 1.100 kilómetros en diez horas, sí, pero en ese caso era en un solo sentido, con el aliciente de la vuelta a casa tras dos semanas de ausencia, y sobre una confortable GT, como mi FJ 1200.
Esto de ahora tenía que ser algo completamente diferente. Un viaje de ida y vuelta, con un aliciente particular en el punto de retorno, claro está. Bien, casi 56 años, como decía, pero, aparte de esto, poco más de un quintal de peso y sobre todo 1,91 metros de estatura para meterse tras el manillar de una naked de sólo 167 kilos, extendidos a lo largo de una geometría contenida en una longitud muy limitada. Una moto, además, con un carácter puramente deportivo, con unas suspensiones sin concesiones, secas y contundentes con los baches y las ondulaciones. Para remate, el recorrido transcurriría al completo por autovía y autopista, lo más monótono y aburrido para cualquier moto, y, por añadidura, lo más expuesto para una naked.
Bueno, lo cierto es que no se trataba de ponerlo lo más difícil posible, pero sí de diseñar una pequeña aventura para demostrar que un viaje así es factible también para una naked y para la inmensa mayoría de los motoristas.
Visto el recorrido –no tenía mucho que estudiar, la verdad- y programado el día, sólo faltaba consultar la meteorología, únicamente como la mera confirmación de que una ciclogénesis, tan frecuentes en el final de este invierno, no fuera a arrasar La Península durante el día señalado.
Por último, sólo quedaba una pregunta por resolver que suena con frívola apariencia:
¿Qué me pongo?
Lo cierto es que se trataba de una travesía en un solo día, pero hablando de este país, la cuestión no es tan simple como pudiera parecer:
Siempre he dicho que somos unos privilegiados, que tenemos la gran fortuna de vivir en un micro continente. Con tan sólo desplazarnos doscientos kilómetros, y eso en el mayor de los casos, vemos cómo cambia el paisaje, la orografía, cambia el lenguaje, la gastronomía, cambia hasta la tez e incluso el carácter, la predisposición ante la vida de sus habitantes.
Finalmente me decido por una cazadora neoclásica de cuero y por un pantalón de cordura, calado para el verano y con su interior cubierto por un forro. El equipaje no tiene mucha ciencia, más aun con el depósito de plástico (Cada vez resulta más complicado encontrar uno metálico hoy día para fijar la bolsa de imanes sobre él y aprovechar así la protección extra contra el viento que brinda este clásico elemento viajero). Al final, hago el apaño con una bolsa portacascos de lo más práctica, fijada con una red elástica a la plaza trasera. En ella llevaré una chaqueta calada, a juego con el pantalón, una pantalla de iridio para el casco y una muda completa porque, quién sabe, es posible que me pueda el agotamiento y que tenga que hacer noche en el lugar más inesperado de la ruta.
Alea jacta est.

Llega la hora de apagar la luz y cerrar los ojos para un descanso previo que se presenta como vital para llevar a cabo la aventura. Sin embargo, el nerviosismo intrínseco a todo lo que nos motiva, a todo lo que nos emociona y nos hace vibrar con su incertidumbre, no caduca con el tiempo, no pierde su agitación con los años y finalmente se apodera de mi descanso, llevándome a través de ese cauce inagotable de palpitante inquietud en el que permanentemente vive mi imaginación.
Escaso descanso, pocas horas y mal dormidas por la excitación al llegar el momento de levantarse. Con un bostezo prolongado hasta la permanencia, tras varios lavados de cara, comencé a preparar el equipo e írmelo acoplando con minuciosidad. Pero antes de eso era muy importante elegir bien la ropa interior, porque la crudeza de una goma resaltada en un slip puede amargarte la segunda mitad del viaje (en la primera sólo hace cayo con la excitación y la ilusión).
Unos calcetines apropiados, sin costuras, y una camiseta con buena transpiración. Consideré que no debía de llevar más abrigo bajo la cazadora clásica con su forro fijo; pero me equivoqué. Bajé al garaje y me subí a mi moto para cubrir el corto trayecto que me llevaría hasta el local donde dormía la protagonista de esta modesta aventura.
La colocación estratégica, minuciosamente estudiada, requiere un tiempo que necesitas abrir en plena excitación, y que realizo todavía a la luz de una farola, aunque con el alba rasgando ya el horizonte, justo por el punto cardinal en el que he fijado mi destino. El Este. Lo más al Este posible, allí donde una punta de tierra se adentra en el mar para acariciar con la vista la blancura de una isla Balear en los días más claros. 450 kilómetros por delante y otros tantos de vuelta, que me sugerían, en un principio, una mentalidad de maratón para atacarlos.
Los caminos de El Señor son inescrutables, y la vida de uno mismo le lleva, una vez más buscando la aventura, por los terrenos más insospechados. Así fue como me adentré hace algunos años en el mundo del maratón, viajando incluso a Nueva York, para superar en nueve ocasiones los 42 kilómetros y 195 metros después de los que el pobre Filípides dejó la vida, allá, en la Antigua Grecia. Ésa fue la mentalidad con la que a las ocho de la mañana partí rumbo al Cabo de San Antonio.
La velocidad de crucero estaba clara: No podía jugarme ni un solo punto del carné, así que debería de mantener a raya la Brutale dentro de ese límite. Algo que en una moto tan rápida y potentísima me hubiera resultado muy complicado si no se hubiera tratado de una naked.
Así, arranqué con una mentalidad apoyada en la capacidad de sacrificio que forja una aventura como la maratón. Lo cierto es que me vino bien, acerté, aunque sólo durante el primer cuarto de viaje. Cuando me elevé al Altiplano conquense y volvió a sorprenderme, otra vez más, su frío seco y descarnado, que me caló hasta las entrañas, lo cierto es que agradecí la reducida autonomía de la Brutale y vi encenderse el testigo naranja de la reserva con el alivio vital de esa campana que suena para el púgil arrinconado contra las cuerdas.
Un café, que sientes cómo te devuelve la vida a medida que te recorre el cuerpo, y vuelta a la ruta, pero esta vez abandono poco a poco el pensamiento maratoniano, porque el viaje comenzaba a tomar toda su dimensión en mi cabeza, podía abarcarlo al completo con mi mente, y el modo del maratón comenzó a antojarse demasiado preventivo, un punto conservador, para un viaje que veía cómo exigía, también, cierta viveza, por lo que debía cambiarla a medida que transcurrían los kilómetros y subía la temperatura.
El frío conquense se evapora con el sol levantado, pero aún necesitaré que pasen unos cuantos kilómetros antes de que se disipe esa sensación helada con la que volví a salir del bar incrustada en los huesos y unos cuantos más, apenas una hora después, para que empezase a sentir cómo el calor húmedo del Mediterráneo envolvería el cuero de la cazadora y un sofoco creciente comenzase a subirme hasta la cara.
Había asumido mentalmente el viaje como una vaguada, como las dos profundas vertientes de un río. Así es, sentía la primera mitad cuesta abajo, porque durante un lapso en el que sólo tuvo cabida una estocada de frío, un café y dos reflexiones me planté en el segundo repostaje, ya con mi punto de retorno adivinándose en el horizonte.
Lleno, cambio de indumentaria a la cazadora calada y puesta en marcha. Unos minutos después estaba fuera de la autopista, haciendo un callejeo molesto, un verdadero incordio, cuando se tienen la mente y el cuerpo adaptados durante horas a una velocidad de crucero. Una vez dejadas las casas y el club náutico atrás, una carreterilla, serpenteante y deliciosa, me lleve hasta el extremo de un viaje: El Cabo de San Antonio.

Una coca cola en la mejor compañía, que constituye, ni más ni menos que el incentivo personal del viaje. Disfruto del escenario, del momento y de su protagonista, pero, eso sí, me abstengo de comer porque la soñolencia posterior me haría especialmente duro reemprender la marcha.
Me pongo en pie, doy una mirada a un horizonte como un plato, aunque una canícula primaveral me impide ver La Isla más hippie de España. Me hallo en el punto más bajo de mi particular vaguada, en el río, y toca ahora la larga subida de vuelta.
Lo mejor en estos casos, como se suele decir, es no pensarlo. Pero no hizo falta, en el momento de soltar el embrague con la primera puesta, el sólo hecho de saber que ya había cubierto más de la mitad de mi aventura, me dio un empujón de ánimo; y, durante los siguientes 150 kilómetros sentí, curiosamente, que el viaje iba cuesta abajo, en lugar de atacar esa subida mental que había predicho. Todo fue así hasta que, poco antes del siguiente repostaje, cambiase el panorama, con un protagonista inesperado. Un enemigo, el peor del motorista, que incautamente había olvidado, que no había tenido en cuenta. El viento, racheado y caprichoso, empezó a entrar por el Suroeste, con andanadas que inflaban la chaqueta calada como si de una vela mayor se tratase.
La lucha contra el viento no entraña ningún misterio en particular, tratándose de una naked; únicamente algo tan espontáneo y natural como acoplarse con mayor rigor, ceñirse más a la moto, juntando las piernas contra el depósito; arrimando un poco más los codos y tratando de aplanarse sobre él, sin llegar a hacerlo completamente. En definitiva: abrazarse un poco más al tanque de gasolina. Aparte, una concentración fijada, casi con obsesión, sobre el frente y buscar más tracción, para afianzar la trayectoria, reduciendo un par de marchas. En este caso, sin embargo, no fue necesario, porque el tricilíndrico tiene suficiente fuerza, con el viento que hacía, para mantener a la Brutale en sexta, perfectamente, alineada sobre el carril de la autovía.
Un último repostaje, añadiendo un sencillo avituallamiento (pincho de tortilla) y rápidamente, antes de que los músculos y las articulaciones se apelmacen, vuelta a la ruta.
Podría decir que los últimos cien kilómetros fueron especialmente duros, podría decir que tuve que mantener una lucha enconada contra el sueño para apartarlo de la monotonía, del aburrimiento sobre un trayecto machacado por haber sido tantas y tantas veces recorrido. Pero faltaría a la verdad. No fue así.
Lo cierto es que el viento me llevó en volandas, y no propulsado por su empuje, precisamente, sino por la concentración, como un piloto de resistencia, que me exigió para cubrir el último relevo de la prueba y alcanzar por fin la meta.
Tal vez por pura inercia, tal vez porque estuviera ya caliente y rodada mi formato diésel de motorista, la cuestión es que creo que esa última centena fue, curiosamente, el tramo que menos trabajo me costó cubrir.
Dejé la autovía, tomé la salida y entré en mi barrio. Consulté los dígitos del reloj sobre el display:
Las Seis de la tarde. Justo diez horas después de haber salido.

Noventa minutos más tarde, disfrutaba de una espléndida jarra de cerveza en compañía de mis amigos, mientras me acodaba sobre la barra de mi bar favorito. Charlaba con ellos de otras cosas y apenas si surgió un comentario fugaz sobre mi viaje. No me dolía ninguna parte del cuerpo, ni notaba la espalda entumecida, ni mucho menos sentía algo así como que se me hubiera borrado esa raya tan humana que divide mis posaderas. Y la verdad es que planeaba sobre mi ánimo una cierta decepción sobre lo que me había imaginado el día anterior, planificando esta supuesta hazaña.
No tengo la sensación de que haya batido ningún récord, ni siquiera personal. Lo cierto es que no me sentía ni un atleta, ni mucho menos un héroe, y sí, más bien, un motorista más tras una sencilla y corriente salida dominical. Lo que sí siento, eso sí, es que puedo transmitir a cualquier lector que posea una naked, o que esté pensando en comprar una, que puede hacer una buena escapada, una auténtica travesía, tan larga como fugaz, por autovía o autopista, para hacer un viaje más que digno, y en absoluto aburrido, si se sabe acoplar y mentalizar. Así es que la próxima vez que surja en la mente, a por ello.
Tomás Pérez