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Historia de un ninja
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- El rey del bajo consumo
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- Registrado: 14 Mar 2014 14:25
Historia de un ninja
Aqui voy a pasar a relatar unas historias que me impactaron y divirtieron en su tiempo, debo aclarar que no son historias originales mias, si no una serie de aventuras que se publicaron en su tiempo. Repito no son mias yo mi unica intencion es que las disfruteis lo mismo que las disfrute yo en su dia.
Empezamos
"Tan solo tenia 3 años cuando deje escapar un pavo que mi padre habia robado para cenar en nochebuena. En ese momento, tras salvarle la vida al pobre animal, comprendi que habia nacido para hacer el bien.
Con 18, aunque no habia terminado mis estudios, me expulsaron del colegio precipitadamente, lo que hizo que orientara mi vida hacia el ejercito, aunque no me admitieron por que no habia gorras de mi talla.
Diez años despues y debido a la ausencia de actividad laboral que existia en mi vida, mi padre me echa de casa por segunda vez ( la primera fue cuando deje escapar al pavo).
Sin embargo fue un curso por correspondencia el que cambio mi forma de vivir, pues estudie para ser guerrero ninja japones, y lo consegui. Una vez lograda mi meta, comence con mi mision, la de defender a mis conciudadanos de todo malhechor y ataque externo. Pero que quede bien claro que no me creo un superheroe, un mesias, ni nada de eso: soy un ninja, el primero que decide publicar sus hazañas en una biografia.
Procurare ir publicando con asiduidad.
Empezamos
"Tan solo tenia 3 años cuando deje escapar un pavo que mi padre habia robado para cenar en nochebuena. En ese momento, tras salvarle la vida al pobre animal, comprendi que habia nacido para hacer el bien.
Con 18, aunque no habia terminado mis estudios, me expulsaron del colegio precipitadamente, lo que hizo que orientara mi vida hacia el ejercito, aunque no me admitieron por que no habia gorras de mi talla.
Diez años despues y debido a la ausencia de actividad laboral que existia en mi vida, mi padre me echa de casa por segunda vez ( la primera fue cuando deje escapar al pavo).
Sin embargo fue un curso por correspondencia el que cambio mi forma de vivir, pues estudie para ser guerrero ninja japones, y lo consegui. Una vez lograda mi meta, comence con mi mision, la de defender a mis conciudadanos de todo malhechor y ataque externo. Pero que quede bien claro que no me creo un superheroe, un mesias, ni nada de eso: soy un ninja, el primero que decide publicar sus hazañas en una biografia.
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Última edición por Tenitiveis el 22 May 2014 19:16, editado 1 vez en total.
Honda Integra el Rayo Rojo!!

Con la habilidad que nos caracteriza, la destreza que nos distingue y la velocidad con la que ejecutamos las maniobras, el comando Bon Àpat os saluda.
Pertenezco al sector pantumaka, comando Bon Àpat, verdadero poder en la sombra del foro.
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- El rey del bajo consumo
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Historia de un ninja
Aqui vamos con su primer aventura:
Los ninjas sólo podemos hacer uso de nuestra fuerza y sabiduría en caso de emergencia y necesidad extrema. Y lo que me ocurrió aquella mañana no fue para menos. Bajé a decirle al presidente de la comunidad del edificio en el que resido que cambiara la bombilla de mi planta, pues llevaba dos meses fundida. Pero el muy desgraciado me contestó, directamente y sin escrúpulos, que me fuese a la mierda, que había cosas más importantes que hacer en el bloque que cambiar una simple bombilla.
No sé qué es lo que me entró en el cuerpo: era como si la sangre se me hubiese transformado en bicarbonato. Sin embargo, ni me inmuté, ni le contesté, ni me cagué en su puñetera madre cuando me cerró la puerta en las narices.
Entonces, algo en mi interior me dijo que subiera nuevamente a mi piso y me pusiera la ropa de ninja para darle una lección al presidente, pues los guerreros japoneses, conocemos más de doscientas formas de matar a una persona y ocho maneras diferentes de endiñar un guantazo. Pero como llevaba casi diez años sin sacar el traje del ropero, tenía polillas tan grandes como garbanzos. Aunque ése no fue el mayor de los problemas, pues lo que verdaderamente me preocupó fue que al ponerme el traje, me estaba tan estrecho que, cuando me amarré el cinturón, más que un guerrero ninja parecía un morcón ibérico.
De todas formas, mi furia era tan grande que me vestí como pude y me llené los bolsillos de esas cosas que los ninjas llevamos encima antes de salir a matar: puntillas, chinchetas, bolitas de acero, bombitas de peste, polvitos pica-pica, palillos de dientes, y las famosas y mortales «estrellitas de la muerte» (que son esas que lanzamos desde lejos a los malos cuando la cosa se pone muy chunga). Pero sobre todo, llevaba un cuchillo oxidado, con el que hacemos a nuestros enemigos la vasectomía de una forma muy especial y totalmente gratis.
Y por supuesto, desempolvé mi katana, que es como llamamos los nipones a nuestra espada, cosa que me causó un nuevo problema, pues olía a podrido una barbaridad: seguro que mi madre la había cogido para cortar el jamón que siempre compramos para las navidades, y no me había dicho nada, algo que va en contra de las leyes de los ninjas, pues, cuando se desenfunda, la katana no se puede volver a enfundar sin antes haberla manchado de sangre.
De todas formas, como dichas leyes nunca han es¬pecificado qué tipo de sangre tiene que ser, una de dos, o mataba al presidente de la comunidad de trescientos cuchillazos, le cortaba el pescuezo, le sacaba el corazón, y me lo comía crudo delante de su mujer, de sus hijos y de un gato que tenía, o iba a tener que irme a la plaza del pueblo a matar palomas, como siempre.
Una vez que me puse el trapo ese que nos tapa la cara a los ninjas, me colgué la katana en la espalda y saqué mi brújula para ver hacia dónde estaba el norte, pues antes de salir a luchar, tenemos que invocar al dios japonés de la Mala Leche, o lo que es igual, tenemos que dedicarle una serie de insultos, para que nos transmita el mosqueo de los espíritus de los que murieron a causa de las almorranas.
Insultos como ese que dice: «Aiá tá tá tá», que en el idioma de los ninjas significa: «Voy a ir pallá, y te voy a partir la cara»; «Oi fujú tú atako atako», que quiere decir algo así como «Te voy a sacar los ojos y me voy a mear en los agujeros para que te escuezan». Y sobre todo, el último de los insultos que siempre hacemos, viene a decir: «Arika arika takarí takári», que en la lengua nipona significa: «Marica, marica, ven aquí, que te vas a tirar tres semanas sin poder sentarte».
Una vez hecho el ritual, me dispuse a salir con mi traje negro, el cual tenía más arrugas que el pescuezo de Mía Chao Tú, que era una vieja con más de ciento cuarenta años que salía en las revistas del corazón de su país (o sea, como la Marujita en España, pero algo más joven que nuestra folclórica).
Por supuesto, no sólo llevaba mi katana colgada de la espalda y los bolsillos llenos de armas mortíferas, además llevaba los luchacos metidos en los calcetines y el paquete de Marlboro en el bolsillo interior, pues siempre relaja fumarse un cigarrito después de matar al enemigo (siempre que lo mates en una zona de fumadores, pues te pueden caer más años por fumar que por matar).
Pero al salir al pasillo, qué me ocurrió: que la vecina de al lado, una vieja que apestaba más que un queso al sol, venía de la Caja de Ahorros de cobrar la pensión, y la pobre, me vio vestido de ninja y, sin decir ni pío, me dio el bolso directamente, pensando que era un tironero o algo por el estilo.
No pude hacer nada, pues al quitarme el antifaz de la cara para que me reconociera, ya se me había desmayado y se me había dado una hostia en el suelo que por poco se me desarma (por cierto, aún no le he devuelto el bolso).
Con lo que apestaba la muy guarra, cualquiera la cogía en brazos y la llevaba al hospital. Sin embargo, la más antigua de las leyes de los ninjas dice que hay que ayudar al prójimo (por muy mal que huela), y eso es lo que hice.
Rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, me la eché al hombro, me introduje en el ascensor y me dirigí hacia el parking, con tan mala suerte de nuevo que, al llegar abajo y abrirse la puerta, allí estaba el Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches, que al verme vestido de ninja y con una vieja en brazos, también se me desmayó.
Ciento cincuenta kilos que pesaba el muy desgraciado. Ciento cincuenta kilos de guarda que se me fueron al sue¬lo delante de mis narices. Menos mal que los guerreros ninjas tenemos una fuerza muy superior a la del resto de los mortales, debido al entrenamiento físico y mental, por lo que los cogí a los dos, uno en cada brazo, y los eché en el asiento de atrás de mi coche.
Menos mal también que, rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue, y con la velocidad con la que los ninjas ejecutamos las emergencias, me di cuenta de que a la vieja se le estaba poniendo la cara tan roja como la espalda del que se quedó dormido en la playa, pues le había caído el gordo encima y la estaba asfixiando, razón por la que metí al guardacoches en el maletero.
Sin embargo, cuando pensaba que no se podía tener tanta mala suerte en un mismo día, al salir rápido y veloz del parking, destrocé un coche que casualmente pasaba por allí en aquel instante: le hundí las dos puertas de la parte izquierda a causa del golpe, le rompí todos los cristales por el fuerte impacto, se le descolgó el tubo de escape por la inercia de los objetos que chocan entre ellos, y lo peor de todo, se le cayó la sirena al suelo... eran los municipales.
Y una cosa es que yo sea un ninja que conoce más de doscientas formas de matar a una persona y ocho ma¬neras diferentes de endiñar un guantazo, pero otra es que los municipales, al fin y al cabo, no dejan de ser defensores de la ley. Por eso, cuando me metieron una porra por la boca y la otra por el culo, dejé que me esposaran y me arrestaran sin ofrecer resistencia alguna, como haría todo buen ciudadano: cinco horas estuvieron interrogándome y preguntándome qué es lo que hacía vestido de ninja, con una vieja en el asiento de atrás y un gordo en el maletero.
Lo peor de la historia fue que, al llegar a mi piso, seguía sin luz en mi planta y sin poder guardar la katana, pues no la había manchado de sangre.
Bajé corriendo a casa del presidente de la comunidad y, cuando me abrió la puerta, en vez de asustarse y ponerse a temblar como si fuese un perrillo chico, me dijo que me iba a partir la cara. Yo le respondí que tuviera y que tuviese cuidado conmigo, pues era un ninja, un asesino sin escrúpulos, un tigre rabioso, un mono en celo, un león muerto de hambre que conocía más de doscientas formas de matar a una persona y ocho maneras diferentes de endiñar un guantazo.
Sin embargo, cuando me dio la primera galleta, como además de ninja soy católico, apostólico y cristiano, en vez de matarlo allí mismo y robarle la cartera para comprarme mi bombilla, le puse la otra mejilla, por lo que comenzó a pegarme tal tanda de bofetadas que, desde ese momento, no sólo conozco doscientas formas diferentes de matar a una persona, sino que, además, aprendí diecisiete nuevas maneras de dar un guantazo.
Después de la paliza, subí a mi casa con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, aunque me tiré tres cuartos de hora para abrir la puerta, pues, por un lado, tenía los ojos como dos tomates y, por otro, como no había luz en mi planta, no había quien atinara con la llave en la cerradura.
Y hasta aqui la aventura del maestro de maestros!!!
Espero que os haya gustado, si es asi pondre mas, si no, pues ya dare la tabarra con otra cosa.
Saludos
Los ninjas sólo podemos hacer uso de nuestra fuerza y sabiduría en caso de emergencia y necesidad extrema. Y lo que me ocurrió aquella mañana no fue para menos. Bajé a decirle al presidente de la comunidad del edificio en el que resido que cambiara la bombilla de mi planta, pues llevaba dos meses fundida. Pero el muy desgraciado me contestó, directamente y sin escrúpulos, que me fuese a la mierda, que había cosas más importantes que hacer en el bloque que cambiar una simple bombilla.
No sé qué es lo que me entró en el cuerpo: era como si la sangre se me hubiese transformado en bicarbonato. Sin embargo, ni me inmuté, ni le contesté, ni me cagué en su puñetera madre cuando me cerró la puerta en las narices.
Entonces, algo en mi interior me dijo que subiera nuevamente a mi piso y me pusiera la ropa de ninja para darle una lección al presidente, pues los guerreros japoneses, conocemos más de doscientas formas de matar a una persona y ocho maneras diferentes de endiñar un guantazo. Pero como llevaba casi diez años sin sacar el traje del ropero, tenía polillas tan grandes como garbanzos. Aunque ése no fue el mayor de los problemas, pues lo que verdaderamente me preocupó fue que al ponerme el traje, me estaba tan estrecho que, cuando me amarré el cinturón, más que un guerrero ninja parecía un morcón ibérico.
De todas formas, mi furia era tan grande que me vestí como pude y me llené los bolsillos de esas cosas que los ninjas llevamos encima antes de salir a matar: puntillas, chinchetas, bolitas de acero, bombitas de peste, polvitos pica-pica, palillos de dientes, y las famosas y mortales «estrellitas de la muerte» (que son esas que lanzamos desde lejos a los malos cuando la cosa se pone muy chunga). Pero sobre todo, llevaba un cuchillo oxidado, con el que hacemos a nuestros enemigos la vasectomía de una forma muy especial y totalmente gratis.
Y por supuesto, desempolvé mi katana, que es como llamamos los nipones a nuestra espada, cosa que me causó un nuevo problema, pues olía a podrido una barbaridad: seguro que mi madre la había cogido para cortar el jamón que siempre compramos para las navidades, y no me había dicho nada, algo que va en contra de las leyes de los ninjas, pues, cuando se desenfunda, la katana no se puede volver a enfundar sin antes haberla manchado de sangre.
De todas formas, como dichas leyes nunca han es¬pecificado qué tipo de sangre tiene que ser, una de dos, o mataba al presidente de la comunidad de trescientos cuchillazos, le cortaba el pescuezo, le sacaba el corazón, y me lo comía crudo delante de su mujer, de sus hijos y de un gato que tenía, o iba a tener que irme a la plaza del pueblo a matar palomas, como siempre.
Una vez que me puse el trapo ese que nos tapa la cara a los ninjas, me colgué la katana en la espalda y saqué mi brújula para ver hacia dónde estaba el norte, pues antes de salir a luchar, tenemos que invocar al dios japonés de la Mala Leche, o lo que es igual, tenemos que dedicarle una serie de insultos, para que nos transmita el mosqueo de los espíritus de los que murieron a causa de las almorranas.
Insultos como ese que dice: «Aiá tá tá tá», que en el idioma de los ninjas significa: «Voy a ir pallá, y te voy a partir la cara»; «Oi fujú tú atako atako», que quiere decir algo así como «Te voy a sacar los ojos y me voy a mear en los agujeros para que te escuezan». Y sobre todo, el último de los insultos que siempre hacemos, viene a decir: «Arika arika takarí takári», que en la lengua nipona significa: «Marica, marica, ven aquí, que te vas a tirar tres semanas sin poder sentarte».
Una vez hecho el ritual, me dispuse a salir con mi traje negro, el cual tenía más arrugas que el pescuezo de Mía Chao Tú, que era una vieja con más de ciento cuarenta años que salía en las revistas del corazón de su país (o sea, como la Marujita en España, pero algo más joven que nuestra folclórica).
Por supuesto, no sólo llevaba mi katana colgada de la espalda y los bolsillos llenos de armas mortíferas, además llevaba los luchacos metidos en los calcetines y el paquete de Marlboro en el bolsillo interior, pues siempre relaja fumarse un cigarrito después de matar al enemigo (siempre que lo mates en una zona de fumadores, pues te pueden caer más años por fumar que por matar).
Pero al salir al pasillo, qué me ocurrió: que la vecina de al lado, una vieja que apestaba más que un queso al sol, venía de la Caja de Ahorros de cobrar la pensión, y la pobre, me vio vestido de ninja y, sin decir ni pío, me dio el bolso directamente, pensando que era un tironero o algo por el estilo.
No pude hacer nada, pues al quitarme el antifaz de la cara para que me reconociera, ya se me había desmayado y se me había dado una hostia en el suelo que por poco se me desarma (por cierto, aún no le he devuelto el bolso).
Con lo que apestaba la muy guarra, cualquiera la cogía en brazos y la llevaba al hospital. Sin embargo, la más antigua de las leyes de los ninjas dice que hay que ayudar al prójimo (por muy mal que huela), y eso es lo que hice.
Rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, me la eché al hombro, me introduje en el ascensor y me dirigí hacia el parking, con tan mala suerte de nuevo que, al llegar abajo y abrirse la puerta, allí estaba el Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches, que al verme vestido de ninja y con una vieja en brazos, también se me desmayó.
Ciento cincuenta kilos que pesaba el muy desgraciado. Ciento cincuenta kilos de guarda que se me fueron al sue¬lo delante de mis narices. Menos mal que los guerreros ninjas tenemos una fuerza muy superior a la del resto de los mortales, debido al entrenamiento físico y mental, por lo que los cogí a los dos, uno en cada brazo, y los eché en el asiento de atrás de mi coche.
Menos mal también que, rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue, y con la velocidad con la que los ninjas ejecutamos las emergencias, me di cuenta de que a la vieja se le estaba poniendo la cara tan roja como la espalda del que se quedó dormido en la playa, pues le había caído el gordo encima y la estaba asfixiando, razón por la que metí al guardacoches en el maletero.
Sin embargo, cuando pensaba que no se podía tener tanta mala suerte en un mismo día, al salir rápido y veloz del parking, destrocé un coche que casualmente pasaba por allí en aquel instante: le hundí las dos puertas de la parte izquierda a causa del golpe, le rompí todos los cristales por el fuerte impacto, se le descolgó el tubo de escape por la inercia de los objetos que chocan entre ellos, y lo peor de todo, se le cayó la sirena al suelo... eran los municipales.
Y una cosa es que yo sea un ninja que conoce más de doscientas formas de matar a una persona y ocho ma¬neras diferentes de endiñar un guantazo, pero otra es que los municipales, al fin y al cabo, no dejan de ser defensores de la ley. Por eso, cuando me metieron una porra por la boca y la otra por el culo, dejé que me esposaran y me arrestaran sin ofrecer resistencia alguna, como haría todo buen ciudadano: cinco horas estuvieron interrogándome y preguntándome qué es lo que hacía vestido de ninja, con una vieja en el asiento de atrás y un gordo en el maletero.
Lo peor de la historia fue que, al llegar a mi piso, seguía sin luz en mi planta y sin poder guardar la katana, pues no la había manchado de sangre.
Bajé corriendo a casa del presidente de la comunidad y, cuando me abrió la puerta, en vez de asustarse y ponerse a temblar como si fuese un perrillo chico, me dijo que me iba a partir la cara. Yo le respondí que tuviera y que tuviese cuidado conmigo, pues era un ninja, un asesino sin escrúpulos, un tigre rabioso, un mono en celo, un león muerto de hambre que conocía más de doscientas formas de matar a una persona y ocho maneras diferentes de endiñar un guantazo.
Sin embargo, cuando me dio la primera galleta, como además de ninja soy católico, apostólico y cristiano, en vez de matarlo allí mismo y robarle la cartera para comprarme mi bombilla, le puse la otra mejilla, por lo que comenzó a pegarme tal tanda de bofetadas que, desde ese momento, no sólo conozco doscientas formas diferentes de matar a una persona, sino que, además, aprendí diecisiete nuevas maneras de dar un guantazo.
Después de la paliza, subí a mi casa con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, aunque me tiré tres cuartos de hora para abrir la puerta, pues, por un lado, tenía los ojos como dos tomates y, por otro, como no había luz en mi planta, no había quien atinara con la llave en la cerradura.
Y hasta aqui la aventura del maestro de maestros!!!
Espero que os haya gustado, si es asi pondre mas, si no, pues ya dare la tabarra con otra cosa.
Saludos

Última edición por Tenitiveis el 22 May 2014 19:17, editado 4 veces en total.
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Historia de un ninja
Viendo el exito que tiene y vuestras alabanzas aqui vamos con la segunda aventura del "guerrero de guerreros", espero que os guste:
Nunca habría imaginado que la fama iba a ser algo tan reconfortante. En dos días, todo el barrio se había enterado de que entre sus vecinos había un ninja: quién iba a decirme que le firmaría autógrafos incluso al hijo del municipal que me metió la porra por el culo; quién iba a decirme que me iba a acostar con más tías en una semana que en los últimos quince años, incluyendo a la mujer del presidente de la comunidad de mi bloque. Y todo por qué, porque era un ninja, el ninja del barrio. Barrio, que al igual que tenía su panadero, su carnicero y sus 378 vendedores de discos piratas, también tenía su ninja, que era yo, por la gloria de mi madre y del maestro Mako Chin Tú, que fue quien descubrió que un caballo negro se diferencia de uno blanco sobre todo por el color de su pelo.
Pero no vayáis a pensar que por mi nuevo estatus y enorme popularidad iba a mirar a mis conciudadanos por encima del hombro, todo lo contrario: me sentía responsable de su seguridad y de su bienestar social. Era como si mi cometido en este mundo fuese el de protegerlos y defenderlos de todo peligro exterior y ataque ajeno.
Me pasaba la mayor parte del día en la calle para que mis vecinos me vieran y, de esa forma, se sintieran más tranquilos: concretamente, me pasaba el día en el bar del Canijo, ese garito situado, perfecta y estratégicamente, frente a mi bloque y que hacía las funciones de cuartel general y de oficina de reclamaciones.
Y aquella mañana, fue El Tanque quien entró en el bar, aunque no requiriendo mis servicios, sino los del Canijo, pues El Tanque, que había sido boxeador en los años setenta, tenía el mismo problema que los jilgueros y los periquitos: le encantaba «el alpiste».
Qué borracheras cogía el muy desgraciado. Y como pesaba casi ciento treinta kilos, cuando iba borracho, se agarraba a las farolas y las doblaba como si fuesen alcayatas. Ese era El Tanque, quien entró en el bar con una trompa que no se la merecía, de buena que era. Ya hubiera querido El Canijo que se hubiese dejado allí la pasta de la borrachera que traía. Y mira por dónde, ese tío, que era tan grande como tan ancho, se apoyó en la barra, pidió un Valdepeñas, y dando golpes con una mano, comenzó a decir:
—En este barrio no hay un tío que, de tres guantazos, me tire al suelo. Sin embargo yo, que he sido boxeador, de una sola hostia tumbo a quien sea, tumbo a todo aquel que se me ponga por delante, y si no se lo creéis, me apuesto lo que haga falta. Si alguno tiene los santos huevos de enfrentarse a mí, que dé un paso hacia delante, o si no, que calle para siempre...
Pobre ignorante. Yo sabía que El Tanque había sido boxeador, pero él no sabía que yo era un ninja, un guerrero japonés que conocía más de doscientas formas de matar a una persona, y veinticinco maneras diferentes de endiñar un guantazo, por lo que le dije con la chulería que nos caracteriza y nos diferencia a los se¬res superiores:
—Tú, grandullón, cacho de carne con ojos, me apuesto contigo dos platos de boquerones en adobo, y una botellita de zumo de uva con denominación de origen, a que yo te tiro al suelo antes de la tercera hostia, y tú a mí no me tiras ni con un camión cargado de ladrillos.
El Tanque, ese hombre que sacó pecho como si fuese un legionario en la puerta de una peluquería, ese hombre que lo meneabas y le caían bellotas, de bruto que era, y que iba a perder la apuesta, no sabía quién tenía enfrente, el muy borrico.
Sería por eso por lo que me puso la cara para que le endiñara los tres guantazos, por ignorancia. Y vaya si se los endiñé: con el primero, el muy ignorante, ni se inmutó; con el segundo, se le saltó una lagrimilla, y en la mirada vi que se cagó en todos y cada uno de mis muertos; y con el tercero de los guantazos le puse el moflete colorado como si hubiese puesto el careto en la plancha donde la mujer del Canijo hacía los filetitos y la sepia, pero no lo tiré al suelo.
Qué tío más duro, aquello no era un hombre, aquello era un tabique. Pero claro, a los ninjas no sólo nos entrenan severamente para saber luchar y matar a quien nos dé la gana, sino que además, nos preparan para pelear mentalmente, con inteligencia. Por eso, cuando me fue a dar la bofetada a ver si me tiraba al suelo, le dije al Tanque:
—Tranquilo amigo, no hace falta que me des el citado guantazo, ni que demuestres tu potencia, ni tu fuerza, ni tu poderío físico delante de nadie, y si bien es cierto que yo a ti no te he tumbado, estoy seguro que tú a mí sí que me tumbarás. Dicho esto, considero concluido el duelo, y como soy un caballero, cumpliré mi palabra pagándole a usted, señor Tanque, los boquerones en adobo y la botellita de vino.
Al pobre ex boxeador se le quedó la boca abierta, de asombro, supongo, pues me había aprovechado de su estado de embriaguez para darle esas tres tortas que tanto se merecía. Razón por la que, rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y a la velocidad con la que los ninjas ejecutamos las emergencias, decidí marcharme de allí antes de que el animal aquel se diera cuenta de la tomadura de pelo y me pidiera revancha.
Y fue al salir a la calle cuando se me acercaron algo así como treinta niños, pertenecientes todos ellos a mi Club de Fans, pues, como dije antes, era el ninja más famoso de mi barrio. A los chavales se les había colado la pelota en el balcón de un sexto piso, y si había alguien capaz de trepar por las paredes como las lagartijas, ése era un servidor, cosa que los muchachos sabían.
Se habían quedado sin su pelota, y no hay nada más bonito que ver sonreír a un niño. Por eso subí a mi piso y me puse mi traje de ninja para darle más espectacularidad a la hazaña, o lo que es igual, para que los chiquillos vieran a su superhéroe particular en acción.
Un traje nuevecito que me acababa de coser mi madre, y aunque una madre es una madre, la mía me cobró casi cuatrocientos euros por aquel uniforme de ninja, que era de terciopelo negro, con una chaquetita cruzada y un cinturón que tenía una hebilla con la cara de un dragón enfurecido, a juego también con unas zapatillas negras de la marca La Tórtola, que son esas que valen dos euros en el mercadillo, pero que a mi madre le costaron uno con cincuenta, porque una de ellas traía unas manchitas de lejía.
Lo que estaba claro era que no iba a necesitar los luchakos ni las famosas estrellitas de la muerte, aunque me
colgué en la espalda mi Katana, por eso de la vistosidad y del espectáculo. Y por supuesto, lo que no iba a hacer era bajarme el paquete de Marlboro, no porque no me guste fumar delante de los niños, sino porque los muy gorrones siempre que me ven me dejan sin tabaco.
Lo único que realmente me hacía falta eran unas ventosas que tenemos los guerreros japoneses para trepar por las paredes como las arañas. Sin embargo, me surgió un imprevisto: no las tenía en casa, las tenía en el coche, pues se me había despegado el muñequito del Elvis Presley que llevaba en el salpicadero, y las estaba utilizando para mantener en pie al Rey del Rock and Roll.
Fue en ese preciso instante cuando tuve que tomar la sabia, dura y rápida decisión de bajar al parquing, por supuesto, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas. Y, quién estaba allí, en el garaje, con un perro que no pesaba ni doscientos gramos, y con más mala cara que el propio chucho: el Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches.
Su mirada derramaba odio y su boca, espuma. Sus orejas echaban humo, y los agujeros de su nariz se abrían y cerraban como los del toro que acabó con la vida del maestro Manolete instantes antes de la mortal cogida. Seguro que no me había perdonado que mientras estuvo inconsciente en el maletero de mi coche le robara la entrada que tenía en el bolsillo para ver la final de la Copa del Rey, y con un sólo chasquido de sus dedos, el perro se abalanzó sobre mí.
No sabía si pisarlo o darle una patada y estamparlo contra la pared, pero se aproximaba a tanta velocidad que, en tan sólo unas milésimas de segundo, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, opté por introducirle un dedo por el culo y sacárselo por la boca.
Sin embargo, el animal fue más rápido, y encontró mi culo antes que yo el suyo. Menos mal que los perros no tienen dedos, por lo que en ningún momento vi peligrar mi virginidad anal, pero tienen dientes. Y bien es verdad que un bocado, con aquella boca tan pequeñita que tenía el chucho, no dolía, aunque cuando me había mordido 174 veces, comencé a mosquearme. Fue entonces cuando agarré aquella rata con pedigrí por el pescuezo, y ante la mirada atónita de su amo, le levanté el rabo y le metí el dedo índice por aquel culillo que tenía, y hasta que no dejó de moverse, no se lo saqué.
Inmediatamente, lo solté y le recé mentalmente una oración al Dios Japonés de la Fortuna, pues como se enteraran los de la Protectora de Animales de lo que le había hecho al animalito, me iba a hacer falta mucha, pero que mucha suerte. Sin embargo, el puto perro no se murió, se enamoró.
Cogí las ventosas de mi coche y corrí rápidamente hacia la calle, pues allí me esperaban los crios, y menos mal que el perro del guardacoches pesaba menos de doscientos gramos, pues se enganchó en mi pierna, como queriendo hacer el amor con mi tobillo, y cualquiera se lo despegaba: parecíamos el Marco y su mono Amedio. Sin embargo, yo no iba buscando a mi madre, yo iba buscando una pelota, y a su vez, iba buscando la manera de devolverles la ilusión a los chavales de mi barrio, a mis fans, al futuro de mi país.
Chavales que, al verme vestido de ninja, comenzaron a aplaudirme y a cantarme el “we are champions”, por lo que, con lágrimas en los ojos, me dispuse a trepar por la pared hasta la sexta planta, que era donde se encontraba la maldita pelota. Y fue entonces cuando grité en el idioma de los japoneses: «Aitá tá, otawa ató», que viene a significar algo así como: «Se vais a enterar de lo que vale un peine». Insisto en que todo aquello lo hacía para
ver sonreír a los niños.
Objetivo que cumplí nada más que comencé a trepar, pues el perro del guardacoches, que seguía enganchado en mi pierna, me había destrozado la parte trasera del traje de ninja con los 174 bocados que me había dado, por lo que llevaba todo el culo al aire. Cómo sonreían los cabrones: más bien se estaban descojonando.
Aunque no todo eran risas, también escuché algún que otro lloriqueo, seguramente de alguna muchacha que temía por mi vida, o que pensaba que podía hacerme daño al caer de tanta altura. Qué ignorantes. Quién podía pensar que yo iba a caerme. Yo, que cuando aprobé mi curso GGG de Guerrero Ninja por correspondencia fui el número uno de la promoción, (aunque también es cierto que fui el único que se examinó). Sin embargo, como dijo en su día Chun Wou Tú, que era el chino que vendía el calimocho más barato de todo Madrid: «Oíto, tó, Oíto tá», que significa «lo cortés no quita lo valiente», pues la caída podía ser terrible desde la altura que llevaba alcanzada.
Bueno, la verdad es que la caída no fue tan mala: lo malo fue la llegada al suelo. El puto perro no sólo era maricón, además tenía vértigo, y como continuaba enganchado en mi pierna, haciéndole el amor a mi tobillo, se cagó encima de mis zapatillas de La Tórtola, lo que me hizo perder el control de la ventosa trasera, que, a su vez, hizo que perdiera el equilibrio y me precipitara al vacío.
Sin embargo, más que al vacío, se puede decir que caí al «lleno», porque abajo había más gente que en las rebajas. Menos mal que los ninjas estamos entrenados para caer de pie desde cualquier altura, aunque, mira por dónde, no calculé bien, y al llegar al suelo no me dolió tanto el golpe como las carcajadas de todos los que allí estaban, incluyendo a los chavales de la pelota y al Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches.
Y volví a trepar por la fachada del bloque, no por la pelota, sino por pelotas, porque nadie tiene más que yo, y mucho menos para reírse de mí. Además, esos pobres ignorantes no sabían que, quien se ríe de un ninja, firma automáticamente su sentencia de muerte: primero cogería la dichosa pelotita, y después no tendría más remedio que matar a todos y cada uno de los que estaban contemplando mi hazaña.
Comencé a trepar hacia la sexta planta como una garrapata, con una ventosa en cada mano, y con un perro enganchado en mi pierna, y asalté el balcón donde se encontraba la pelota. Pelota que comencé a morder con la intención de reventarla como el que se revienta un grano, pero sucedió algo inesperado, pues con la racha que llevaba, sólo me faltaba que saliera al balcón el dueño del piso con un hacha en la mano, y me trocease como si fuese un pollo asado, pero no sucedió así: salió una muchacha rubia a tender unas braguitas, que al parecer, acababa de lavar. Braguitas que eran tan blancas y tan estrechitas que más bien parecían una tirita. Sin embargo, el tamaño de aquella prenda era indirectamente proporcional a mi estado de ex¬citación, pues la rubia me puso tan caliente que la pelota que no pude reventar a bocados explotó entre mis manos.
De repente, los niños, abajo, dejaron de aplaudirme y de corear mi nombre, al ver que su pelota había pasado a mejor vida, y comenzaron a gritarme: «Hijo puta, hijo puta». Sin embargo, esa acción de desprecio por parte de mis fans me la traía floja y pendulona, aunque esto simplemente es una expresión familiar, pues entre mis piernas tenía algo que estaba a punto de reventar, como ocurrió con la pelota, ya que la rubia llevaba una combinación negra, totalmente transparente, con unos ligueros perfectamente colocados en esas dos piernas que tenía, que eran tan largas que le llegaban hasta el suelo. Qué hembra, qué hombros, qué hambre. Qué hombre no quisiera estar en mi lugar.
Además, aquella mujer me reconoció rápidamente, y me pidió por favor que entrara para firmarle un autógrafo al hijo de un primo hermano suyo, que trabajaba en una montaña rusa de feriante, y estaba loco por tener un recuerdo de un ninja, razón por la que pasé del balcón a la vivienda.
Pero mira por dónde, tuve más mala suerte que el que se compró el paquete de tabaco y perdió el mechero, pues una vez dentro se escuchó como si alguien intentase introducir la llave en la cerradura para abrir la puerta de la entrada. Yo ni me inmuté. Sin embargo, cuando la rubia de la combinación transparente, dijo con la voz temblorosa: «Cielos, mi marido», por poco me cago en lo alto. Pero cuando vi que el marido era El Tanque no pude contener en mis tripas tanta presión ni tanto pánico, y como tenía el culo al aire de los 174 bocados del perro del guardacoches, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los guerreros japoneses, volví a salir al balcón, y a la vez que me agachaba para esconderme detrás de los geranios, hacía de cuerpo junto a las macetas.
Menos mal que los ninjas somos como los camaleones, pues tenemos una habilidad y una facilidad tremenda para camuflarnos. Sin embargo, aunque me escondí detrás de las cuatro plantas aquellas, de tal forma que jamás me hubiera encontrado ni mi ángel de la guarda, los niños que estaban en la calle, como vengándose por haberlos dejado sin pelota, comenzaron a gritarle desde abajo a El Tanque: «Allí está el loco, en el balcón, allí, detrás de los geranios».
Y qué ocurrió, que el ex boxeador, que todavía tenía la cara hinchada de los tres guantazos que le había endiñado en el bar del Canijo, iba tan borracho que no me reconoció, pero sí que me preguntó qué carajo hacía en su casa con su mujer semidesnuda.
Fue entonces cuando leí en su cara que iba a comenzar a golpearme, así que le dije que tuviera cuidado conmigo, que era un guerrero japonés, y que si se descuidaba, podía matarlo allí mismo, y sacarle los intestinos con mis propias manos para hacerme unos cayos con ellos, pero en vez de acojonarse, me dio la primera hostia; cuando le comenté lo de la pelota, me dio un cabezazo; y cuando le dije lo del autógrafo para el primo feriante, me mordió en una oreja, por eso decidí convencerlo con el don de la palabra, pero ni caso, pues mientras le hablaba de mi perfecto conocimiento del Yin y del Yang, él me explicaba su afición por el Pim y por el Pam, pues comenzó a darme tortas del derecho y del revés (pim, pam, pim, pam), hasta que me dejó la cara que no me iban a reconocer ni con la prueba del ADN.
Sin embargo, lo malo vino cuando vio que me había cagado detrás de sus macetas, y supongo que pensó que sería Superman, en vez de un ninja, ya que me lanzó hacia el vacío desde la sexta planta, como si yo supiera volar.
Cuando llegué al suelo por segunda vez, todos los asistentes volvieron a descojonarse. Incluso creo recordar que algún que otro niño se orinó encima de mí, aprovechan¬do que no podía casi ni moverme. De todas formas, me levanté con hombría, con virilidad, y con todas las costillas y las vértebras fracturadas, y le dije a El Tanque: «Tírate si tienes huevos, cobarde, que eres un cobarde».
Menos mal que no se tiró, pues los ninjas conocemos más de doscientas formas de matar a una persona, y veinticinco maneras diferentes de endiñar un guantazo. Sin embargo, todo no acabó ahí, porque, por otra parte, quién mataba a un niño, o peor aún, quién mataba a más de treinta chavales. Por eso tuve que soportar que me tiraran al suelo y me patearan durante más de dos horas.
Al fin y al cabo, como antes decía, soy el ninja de mi barrio, y me debo a mis conciudadanos, y si los niños no tienen pelota para jugar, y deciden que yo haga de balón, al fin y al cabo estoy a su servicio y para complacer sus deseos.
Llegué a casa hecho un trapo, y me tumbé en el sofá. Qué día había tenido. Fue entonces cuando me vino a la mente ese viejo proverbio que decía: «Otawa tá taó tá, chao chú pipí yún», o para que todos me entendáis: «El que se acuesta con niños amanece meado». Luego, en voz alta, suspiré:
—¡Dios mío de mi alma!—. Y el puto perro, que seguía enganchado en mi pierna, me contestó:
—¡Guau!
Fin
Si seguis con ganas de mas hacedmelo saber 
Nunca habría imaginado que la fama iba a ser algo tan reconfortante. En dos días, todo el barrio se había enterado de que entre sus vecinos había un ninja: quién iba a decirme que le firmaría autógrafos incluso al hijo del municipal que me metió la porra por el culo; quién iba a decirme que me iba a acostar con más tías en una semana que en los últimos quince años, incluyendo a la mujer del presidente de la comunidad de mi bloque. Y todo por qué, porque era un ninja, el ninja del barrio. Barrio, que al igual que tenía su panadero, su carnicero y sus 378 vendedores de discos piratas, también tenía su ninja, que era yo, por la gloria de mi madre y del maestro Mako Chin Tú, que fue quien descubrió que un caballo negro se diferencia de uno blanco sobre todo por el color de su pelo.
Pero no vayáis a pensar que por mi nuevo estatus y enorme popularidad iba a mirar a mis conciudadanos por encima del hombro, todo lo contrario: me sentía responsable de su seguridad y de su bienestar social. Era como si mi cometido en este mundo fuese el de protegerlos y defenderlos de todo peligro exterior y ataque ajeno.
Me pasaba la mayor parte del día en la calle para que mis vecinos me vieran y, de esa forma, se sintieran más tranquilos: concretamente, me pasaba el día en el bar del Canijo, ese garito situado, perfecta y estratégicamente, frente a mi bloque y que hacía las funciones de cuartel general y de oficina de reclamaciones.
Y aquella mañana, fue El Tanque quien entró en el bar, aunque no requiriendo mis servicios, sino los del Canijo, pues El Tanque, que había sido boxeador en los años setenta, tenía el mismo problema que los jilgueros y los periquitos: le encantaba «el alpiste».
Qué borracheras cogía el muy desgraciado. Y como pesaba casi ciento treinta kilos, cuando iba borracho, se agarraba a las farolas y las doblaba como si fuesen alcayatas. Ese era El Tanque, quien entró en el bar con una trompa que no se la merecía, de buena que era. Ya hubiera querido El Canijo que se hubiese dejado allí la pasta de la borrachera que traía. Y mira por dónde, ese tío, que era tan grande como tan ancho, se apoyó en la barra, pidió un Valdepeñas, y dando golpes con una mano, comenzó a decir:
—En este barrio no hay un tío que, de tres guantazos, me tire al suelo. Sin embargo yo, que he sido boxeador, de una sola hostia tumbo a quien sea, tumbo a todo aquel que se me ponga por delante, y si no se lo creéis, me apuesto lo que haga falta. Si alguno tiene los santos huevos de enfrentarse a mí, que dé un paso hacia delante, o si no, que calle para siempre...
Pobre ignorante. Yo sabía que El Tanque había sido boxeador, pero él no sabía que yo era un ninja, un guerrero japonés que conocía más de doscientas formas de matar a una persona, y veinticinco maneras diferentes de endiñar un guantazo, por lo que le dije con la chulería que nos caracteriza y nos diferencia a los se¬res superiores:
—Tú, grandullón, cacho de carne con ojos, me apuesto contigo dos platos de boquerones en adobo, y una botellita de zumo de uva con denominación de origen, a que yo te tiro al suelo antes de la tercera hostia, y tú a mí no me tiras ni con un camión cargado de ladrillos.
El Tanque, ese hombre que sacó pecho como si fuese un legionario en la puerta de una peluquería, ese hombre que lo meneabas y le caían bellotas, de bruto que era, y que iba a perder la apuesta, no sabía quién tenía enfrente, el muy borrico.
Sería por eso por lo que me puso la cara para que le endiñara los tres guantazos, por ignorancia. Y vaya si se los endiñé: con el primero, el muy ignorante, ni se inmutó; con el segundo, se le saltó una lagrimilla, y en la mirada vi que se cagó en todos y cada uno de mis muertos; y con el tercero de los guantazos le puse el moflete colorado como si hubiese puesto el careto en la plancha donde la mujer del Canijo hacía los filetitos y la sepia, pero no lo tiré al suelo.
Qué tío más duro, aquello no era un hombre, aquello era un tabique. Pero claro, a los ninjas no sólo nos entrenan severamente para saber luchar y matar a quien nos dé la gana, sino que además, nos preparan para pelear mentalmente, con inteligencia. Por eso, cuando me fue a dar la bofetada a ver si me tiraba al suelo, le dije al Tanque:
—Tranquilo amigo, no hace falta que me des el citado guantazo, ni que demuestres tu potencia, ni tu fuerza, ni tu poderío físico delante de nadie, y si bien es cierto que yo a ti no te he tumbado, estoy seguro que tú a mí sí que me tumbarás. Dicho esto, considero concluido el duelo, y como soy un caballero, cumpliré mi palabra pagándole a usted, señor Tanque, los boquerones en adobo y la botellita de vino.
Al pobre ex boxeador se le quedó la boca abierta, de asombro, supongo, pues me había aprovechado de su estado de embriaguez para darle esas tres tortas que tanto se merecía. Razón por la que, rápidamente, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y a la velocidad con la que los ninjas ejecutamos las emergencias, decidí marcharme de allí antes de que el animal aquel se diera cuenta de la tomadura de pelo y me pidiera revancha.
Y fue al salir a la calle cuando se me acercaron algo así como treinta niños, pertenecientes todos ellos a mi Club de Fans, pues, como dije antes, era el ninja más famoso de mi barrio. A los chavales se les había colado la pelota en el balcón de un sexto piso, y si había alguien capaz de trepar por las paredes como las lagartijas, ése era un servidor, cosa que los muchachos sabían.
Se habían quedado sin su pelota, y no hay nada más bonito que ver sonreír a un niño. Por eso subí a mi piso y me puse mi traje de ninja para darle más espectacularidad a la hazaña, o lo que es igual, para que los chiquillos vieran a su superhéroe particular en acción.
Un traje nuevecito que me acababa de coser mi madre, y aunque una madre es una madre, la mía me cobró casi cuatrocientos euros por aquel uniforme de ninja, que era de terciopelo negro, con una chaquetita cruzada y un cinturón que tenía una hebilla con la cara de un dragón enfurecido, a juego también con unas zapatillas negras de la marca La Tórtola, que son esas que valen dos euros en el mercadillo, pero que a mi madre le costaron uno con cincuenta, porque una de ellas traía unas manchitas de lejía.
Lo que estaba claro era que no iba a necesitar los luchakos ni las famosas estrellitas de la muerte, aunque me
colgué en la espalda mi Katana, por eso de la vistosidad y del espectáculo. Y por supuesto, lo que no iba a hacer era bajarme el paquete de Marlboro, no porque no me guste fumar delante de los niños, sino porque los muy gorrones siempre que me ven me dejan sin tabaco.
Lo único que realmente me hacía falta eran unas ventosas que tenemos los guerreros japoneses para trepar por las paredes como las arañas. Sin embargo, me surgió un imprevisto: no las tenía en casa, las tenía en el coche, pues se me había despegado el muñequito del Elvis Presley que llevaba en el salpicadero, y las estaba utilizando para mantener en pie al Rey del Rock and Roll.
Fue en ese preciso instante cuando tuve que tomar la sabia, dura y rápida decisión de bajar al parquing, por supuesto, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas. Y, quién estaba allí, en el garaje, con un perro que no pesaba ni doscientos gramos, y con más mala cara que el propio chucho: el Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches.
Su mirada derramaba odio y su boca, espuma. Sus orejas echaban humo, y los agujeros de su nariz se abrían y cerraban como los del toro que acabó con la vida del maestro Manolete instantes antes de la mortal cogida. Seguro que no me había perdonado que mientras estuvo inconsciente en el maletero de mi coche le robara la entrada que tenía en el bolsillo para ver la final de la Copa del Rey, y con un sólo chasquido de sus dedos, el perro se abalanzó sobre mí.
No sabía si pisarlo o darle una patada y estamparlo contra la pared, pero se aproximaba a tanta velocidad que, en tan sólo unas milésimas de segundo, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los ninjas, opté por introducirle un dedo por el culo y sacárselo por la boca.
Sin embargo, el animal fue más rápido, y encontró mi culo antes que yo el suyo. Menos mal que los perros no tienen dedos, por lo que en ningún momento vi peligrar mi virginidad anal, pero tienen dientes. Y bien es verdad que un bocado, con aquella boca tan pequeñita que tenía el chucho, no dolía, aunque cuando me había mordido 174 veces, comencé a mosquearme. Fue entonces cuando agarré aquella rata con pedigrí por el pescuezo, y ante la mirada atónita de su amo, le levanté el rabo y le metí el dedo índice por aquel culillo que tenía, y hasta que no dejó de moverse, no se lo saqué.
Inmediatamente, lo solté y le recé mentalmente una oración al Dios Japonés de la Fortuna, pues como se enteraran los de la Protectora de Animales de lo que le había hecho al animalito, me iba a hacer falta mucha, pero que mucha suerte. Sin embargo, el puto perro no se murió, se enamoró.
Cogí las ventosas de mi coche y corrí rápidamente hacia la calle, pues allí me esperaban los crios, y menos mal que el perro del guardacoches pesaba menos de doscientos gramos, pues se enganchó en mi pierna, como queriendo hacer el amor con mi tobillo, y cualquiera se lo despegaba: parecíamos el Marco y su mono Amedio. Sin embargo, yo no iba buscando a mi madre, yo iba buscando una pelota, y a su vez, iba buscando la manera de devolverles la ilusión a los chavales de mi barrio, a mis fans, al futuro de mi país.
Chavales que, al verme vestido de ninja, comenzaron a aplaudirme y a cantarme el “we are champions”, por lo que, con lágrimas en los ojos, me dispuse a trepar por la pared hasta la sexta planta, que era donde se encontraba la maldita pelota. Y fue entonces cuando grité en el idioma de los japoneses: «Aitá tá, otawa ató», que viene a significar algo así como: «Se vais a enterar de lo que vale un peine». Insisto en que todo aquello lo hacía para
ver sonreír a los niños.
Objetivo que cumplí nada más que comencé a trepar, pues el perro del guardacoches, que seguía enganchado en mi pierna, me había destrozado la parte trasera del traje de ninja con los 174 bocados que me había dado, por lo que llevaba todo el culo al aire. Cómo sonreían los cabrones: más bien se estaban descojonando.
Aunque no todo eran risas, también escuché algún que otro lloriqueo, seguramente de alguna muchacha que temía por mi vida, o que pensaba que podía hacerme daño al caer de tanta altura. Qué ignorantes. Quién podía pensar que yo iba a caerme. Yo, que cuando aprobé mi curso GGG de Guerrero Ninja por correspondencia fui el número uno de la promoción, (aunque también es cierto que fui el único que se examinó). Sin embargo, como dijo en su día Chun Wou Tú, que era el chino que vendía el calimocho más barato de todo Madrid: «Oíto, tó, Oíto tá», que significa «lo cortés no quita lo valiente», pues la caída podía ser terrible desde la altura que llevaba alcanzada.
Bueno, la verdad es que la caída no fue tan mala: lo malo fue la llegada al suelo. El puto perro no sólo era maricón, además tenía vértigo, y como continuaba enganchado en mi pierna, haciéndole el amor a mi tobillo, se cagó encima de mis zapatillas de La Tórtola, lo que me hizo perder el control de la ventosa trasera, que, a su vez, hizo que perdiera el equilibrio y me precipitara al vacío.
Sin embargo, más que al vacío, se puede decir que caí al «lleno», porque abajo había más gente que en las rebajas. Menos mal que los ninjas estamos entrenados para caer de pie desde cualquier altura, aunque, mira por dónde, no calculé bien, y al llegar al suelo no me dolió tanto el golpe como las carcajadas de todos los que allí estaban, incluyendo a los chavales de la pelota y al Bermúdez, el guardacoches que guarda los coches.
Y volví a trepar por la fachada del bloque, no por la pelota, sino por pelotas, porque nadie tiene más que yo, y mucho menos para reírse de mí. Además, esos pobres ignorantes no sabían que, quien se ríe de un ninja, firma automáticamente su sentencia de muerte: primero cogería la dichosa pelotita, y después no tendría más remedio que matar a todos y cada uno de los que estaban contemplando mi hazaña.
Comencé a trepar hacia la sexta planta como una garrapata, con una ventosa en cada mano, y con un perro enganchado en mi pierna, y asalté el balcón donde se encontraba la pelota. Pelota que comencé a morder con la intención de reventarla como el que se revienta un grano, pero sucedió algo inesperado, pues con la racha que llevaba, sólo me faltaba que saliera al balcón el dueño del piso con un hacha en la mano, y me trocease como si fuese un pollo asado, pero no sucedió así: salió una muchacha rubia a tender unas braguitas, que al parecer, acababa de lavar. Braguitas que eran tan blancas y tan estrechitas que más bien parecían una tirita. Sin embargo, el tamaño de aquella prenda era indirectamente proporcional a mi estado de ex¬citación, pues la rubia me puso tan caliente que la pelota que no pude reventar a bocados explotó entre mis manos.
De repente, los niños, abajo, dejaron de aplaudirme y de corear mi nombre, al ver que su pelota había pasado a mejor vida, y comenzaron a gritarme: «Hijo puta, hijo puta». Sin embargo, esa acción de desprecio por parte de mis fans me la traía floja y pendulona, aunque esto simplemente es una expresión familiar, pues entre mis piernas tenía algo que estaba a punto de reventar, como ocurrió con la pelota, ya que la rubia llevaba una combinación negra, totalmente transparente, con unos ligueros perfectamente colocados en esas dos piernas que tenía, que eran tan largas que le llegaban hasta el suelo. Qué hembra, qué hombros, qué hambre. Qué hombre no quisiera estar en mi lugar.
Además, aquella mujer me reconoció rápidamente, y me pidió por favor que entrara para firmarle un autógrafo al hijo de un primo hermano suyo, que trabajaba en una montaña rusa de feriante, y estaba loco por tener un recuerdo de un ninja, razón por la que pasé del balcón a la vivienda.
Pero mira por dónde, tuve más mala suerte que el que se compró el paquete de tabaco y perdió el mechero, pues una vez dentro se escuchó como si alguien intentase introducir la llave en la cerradura para abrir la puerta de la entrada. Yo ni me inmuté. Sin embargo, cuando la rubia de la combinación transparente, dijo con la voz temblorosa: «Cielos, mi marido», por poco me cago en lo alto. Pero cuando vi que el marido era El Tanque no pude contener en mis tripas tanta presión ni tanto pánico, y como tenía el culo al aire de los 174 bocados del perro del guardacoches, con la habilidad que nos caracteriza, con la destreza que nos distingue y con la velocidad con la que ejecutamos las emergencias los guerreros japoneses, volví a salir al balcón, y a la vez que me agachaba para esconderme detrás de los geranios, hacía de cuerpo junto a las macetas.
Menos mal que los ninjas somos como los camaleones, pues tenemos una habilidad y una facilidad tremenda para camuflarnos. Sin embargo, aunque me escondí detrás de las cuatro plantas aquellas, de tal forma que jamás me hubiera encontrado ni mi ángel de la guarda, los niños que estaban en la calle, como vengándose por haberlos dejado sin pelota, comenzaron a gritarle desde abajo a El Tanque: «Allí está el loco, en el balcón, allí, detrás de los geranios».
Y qué ocurrió, que el ex boxeador, que todavía tenía la cara hinchada de los tres guantazos que le había endiñado en el bar del Canijo, iba tan borracho que no me reconoció, pero sí que me preguntó qué carajo hacía en su casa con su mujer semidesnuda.
Fue entonces cuando leí en su cara que iba a comenzar a golpearme, así que le dije que tuviera cuidado conmigo, que era un guerrero japonés, y que si se descuidaba, podía matarlo allí mismo, y sacarle los intestinos con mis propias manos para hacerme unos cayos con ellos, pero en vez de acojonarse, me dio la primera hostia; cuando le comenté lo de la pelota, me dio un cabezazo; y cuando le dije lo del autógrafo para el primo feriante, me mordió en una oreja, por eso decidí convencerlo con el don de la palabra, pero ni caso, pues mientras le hablaba de mi perfecto conocimiento del Yin y del Yang, él me explicaba su afición por el Pim y por el Pam, pues comenzó a darme tortas del derecho y del revés (pim, pam, pim, pam), hasta que me dejó la cara que no me iban a reconocer ni con la prueba del ADN.
Sin embargo, lo malo vino cuando vio que me había cagado detrás de sus macetas, y supongo que pensó que sería Superman, en vez de un ninja, ya que me lanzó hacia el vacío desde la sexta planta, como si yo supiera volar.
Cuando llegué al suelo por segunda vez, todos los asistentes volvieron a descojonarse. Incluso creo recordar que algún que otro niño se orinó encima de mí, aprovechan¬do que no podía casi ni moverme. De todas formas, me levanté con hombría, con virilidad, y con todas las costillas y las vértebras fracturadas, y le dije a El Tanque: «Tírate si tienes huevos, cobarde, que eres un cobarde».
Menos mal que no se tiró, pues los ninjas conocemos más de doscientas formas de matar a una persona, y veinticinco maneras diferentes de endiñar un guantazo. Sin embargo, todo no acabó ahí, porque, por otra parte, quién mataba a un niño, o peor aún, quién mataba a más de treinta chavales. Por eso tuve que soportar que me tiraran al suelo y me patearan durante más de dos horas.
Al fin y al cabo, como antes decía, soy el ninja de mi barrio, y me debo a mis conciudadanos, y si los niños no tienen pelota para jugar, y deciden que yo haga de balón, al fin y al cabo estoy a su servicio y para complacer sus deseos.
Llegué a casa hecho un trapo, y me tumbé en el sofá. Qué día había tenido. Fue entonces cuando me vino a la mente ese viejo proverbio que decía: «Otawa tá taó tá, chao chú pipí yún», o para que todos me entendáis: «El que se acuesta con niños amanece meado». Luego, en voz alta, suspiré:
—¡Dios mío de mi alma!—. Y el puto perro, que seguía enganchado en mi pierna, me contestó:
—¡Guau!
Fin


Última edición por Tenitiveis el 22 May 2014 19:17, editado 3 veces en total.
Honda Integra el Rayo Rojo!!

Con la habilidad que nos caracteriza, la destreza que nos distingue y la velocidad con la que ejecutamos las maniobras, el comando Bon Àpat os saluda.
Pertenezco al sector pantumaka, comando Bon Àpat, verdadero poder en la sombra del foro.
viewtopic.php?f=3&t=1936

Con la habilidad que nos caracteriza, la destreza que nos distingue y la velocidad con la que ejecutamos las maniobras, el comando Bon Àpat os saluda.
Pertenezco al sector pantumaka, comando Bon Àpat, verdadero poder en la sombra del foro.
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Re: Diario de un ninja
Teniveis me tienes intrigado
te dejo una foto para la portada del mas que seguro siguiente Bet Seller mundial

Capitulo 1:
Teniveis me lo he leido entero y vaya partida de culo que me he pegado,no veo ni las teclas del descojono que tengo
Ja ja ja ja es bueeeenisiiiimo ,polillas como garbanzos
y mil chorradas mas
espero el segundo con ganas de partirme la caja otro rato.
Teniveis eres un crack
Capitulo 2 :
Te estas superando ,queeee descojono ja ja ja ja El tannnqueee que lo meneas y caen bellotasss , lo del perro
y el guardacoches que guardacoches
y el traje de ninja de chaquetita cruzada
no tiene desperdicio
Esperando el 3º quedo .
Teniveis te lo tienes que hacer mirar



Capitulo 1:










Teniveis eres un crack

Capitulo 2 :





Esperando el 3º quedo .

Teniveis te lo tienes que hacer mirar


Última edición por Matt el 16 May 2014 20:31, editado 3 veces en total.
Integra 750


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Re: Diario de un ninja

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Re: Diario de un ninja
Saludos
Última edición por Dani el 12 May 2014 15:24, editado 1 vez en total.
Nc750x 2016 negra
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Re: Diario de un ninja
Jajajajaja......[emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23][emoji23]

HONDA NC700X ABS GRIS, AÑO 2012 CABALLETE CENTRAL, DEFENSAS GIVI, MALETAS V35, BAUL KAPPA 49, ASIENTO SHAD, PANTALLA PUIG, PARAMANOS ACERBIS, PROTECTORES DE HORQUILLA PUIG, CUBRECADENAS GIVI, TOMA DE CORRIENTE, GPS GARMIN ZUMO 220
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Re: Diario de un ninja
Lo que me he llegado a reir!!!!
espero segunda parte ya mismo, que cosas así son las que animan a uno el día.









espero segunda parte ya mismo, que cosas así son las que animan a uno el día.








DE MI QUERIDA INTEGRADISIMA A MI NUEVA TRIUMPHITA DANDO EL SALTO A MI QUERIDA NARANJITA
TANTAS CHUCHES COMO COLORES HAY EN EL UNIVERSO

FORO hondancclub.es
TANTAS CHUCHES COMO COLORES HAY EN EL UNIVERSO

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Re: Diario de un ninja

















Al leer el nombre del hilo pensé que te habías equivocado de sitio, que debería ir en "Otras motos"...
[img]http://i62. tinypic .com/34imlp1.jpg[/img]
(Recordatorio: no leer más mensajes de este hilo en la oficina




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Re: Diario de un ninja
La primera tremenda! Esto promete.





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Re: Diario de un ninja
El segundo nadie se anima a leerlo?
Honda Integra el Rayo Rojo!!

Con la habilidad que nos caracteriza, la destreza que nos distingue y la velocidad con la que ejecutamos las maniobras, el comando Bon Àpat os saluda.
Pertenezco al sector pantumaka, comando Bon Àpat, verdadero poder en la sombra del foro.
viewtopic.php?f=3&t=1936

Con la habilidad que nos caracteriza, la destreza que nos distingue y la velocidad con la que ejecutamos las maniobras, el comando Bon Àpat os saluda.
Pertenezco al sector pantumaka, comando Bon Àpat, verdadero poder en la sombra del foro.
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Re: Diario de un ninja
Pues creo que he sido el primero y solo puedo decir
. Continua, que aquí tienes por lo menos un lector fiel.... 





Integra 750 negra
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Re: Diario de un ninja
Que bueno!!!! Peaso Ninja!!! Jajajajaja
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Re: Diario de un ninja
Buenísimo. ...[emoji122][emoji122][emoji122][emoji122][emoji122][emoji122]

HONDA NC700X ABS GRIS, AÑO 2012 CABALLETE CENTRAL, DEFENSAS GIVI, MALETAS V35, BAUL KAPPA 49, ASIENTO SHAD, PANTALLA PUIG, PARAMANOS ACERBIS, PROTECTORES DE HORQUILLA PUIG, CUBRECADENAS GIVI, TOMA DE CORRIENTE, GPS GARMIN ZUMO 220
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Re: Diario de un ninja
La verdad que me estoy haciendo fan del Ninja, quiero una historia semanal!!!










DE MI QUERIDA INTEGRADISIMA A MI NUEVA TRIUMPHITA DANDO EL SALTO A MI QUERIDA NARANJITA
TANTAS CHUCHES COMO COLORES HAY EN EL UNIVERSO

FORO hondancclub.es
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